Karla SuarezDía 11, mayo y 2010.

Hoy me voy a la Tierra del Fuego. Son las 9 de la mañana en Lisboa, Portugal, y empiezo a colocar en mi maleta abrigos, bufandas y guantes. Estoy feliz. Hoy comienza mi viaje al fin del mundo, aunque si lo miro bien, el viaje comenzó hace cuarenta y ocho horas. El día 9, a las 18.30 de la tarde, hora de Puerto Rico, yo estaba en el aeropuerto de San Juan esperando un avión que me traería de regreso a Europa. Por razones que desconozco y que nadie se interesó en explicar, el avión salió con retraso, con lo cual tuve la suerte de perder mi conexión en Madrid, adonde llegué el día 10 a las 12 del mediodía, hora de España. Odio el aeropuerto de Madrid, porque es un caos, pero sobre todo, lo odio porque allí existen unos hombrecitos invisibles que se encargan de esconder los carritos para los bultos de mano y me obligan a arrastrarme con la mochila y la computadora a cuestas por aquellos pasillos interminables. Por fortuna, al poco rato de llegar, apareció en pantalla mi puerta de embarque. Había muchos vuelos cancelados por la nube de cenizas...

... cenizas que hace un montón de días está lanzando el volcán islandés, pero yo me iba a Lisboa y en unas horas estaría de vuelta para embarcarme hacia el fin del mundo. No había problemas. Eso pensé hasta que llegué a la puerta y un simpático muchacho de uniforme comunicó a los alegres viajeros que la nube de cenizas tiraba para el sur, por tanto nuestro vuelo podía salir. O no. Nadie podía adivinarlo. Odio el aeropuerto de Madrid y las nubes de cenizas. No sé cuánto estuvimos a la espera hasta que al fin, el simpático muchacho anunció que partíamos. ¡Bien! Nadie podrá impedir que yo llegue al fin del mundo. Por eso ahora cierro mi maleta y guardo la computadora.

Son las 13.45 en Lisboa, Portugal (8.45 en San Juan, Puerto Rico) y yo salgo de casa en un taxi rumbo al aeropuerto. Tengo sueño y no me ha dado tiempo de almorzar, pero cuando llegue a Madrid me esperan cinco horas hasta tomar el vuelo a Buenos Aires. Por tener, tengo hasta tiempo de llamar a un amigo y comer por ahí, ya veré. Salvo la cantidad de gente y la media hora que me ha costado pasar por los controles, todo marcha OK. El avión ha salido en hora. Una maravilla.

A las 17.30 de Madrid, España (16.30 en Lisboa, 11.30 en San Juan) llego otra vez a Madrid. Vuelvo a odiar el aeropuerto, por costumbre y porque me toca andar de una terminal a otra, hasta que finalmente llego al banco de Aerolíneas Argentinas y escucho una palabra que no entiendo: “Bolivia”, grita alguien. Quizá sea el código secreto para unos modernos e-tickets, no lo sé así es que pregunto. La muchacha alza la vista confundida y como si fuera la propietaria de una voz grabada que se escucha por los altoparlantes repite: “su vuelo ha sido cancelado, usted tiene dos opciones, pasar la noche en un hotel para ver si mañana hay suerte, o tomar un avión de AeroSur que llegará a Buenos Aires, después de una breve escala de siete horas en Bolivia”.

Siete horas en Bolivia, repite el eco. Una nube de cenizas recorre Europa y se desplaza intentando impedir que yo llegue al fin del mundo y, si las cosas son como anunciaba el periódico de esta mañana, pues todo va a peor. “Me voy a Bolivia”, digo casi sin pensar y la muchacha me manda a hacer la cola del otro lado, entre gente que grita y protesta y odia los aeropuertos y los volcanes y las Aerolíneas Argentinas y hasta a la pobre muchacha que nada tiene que ver. Hago varias colas, en una cambio mi pasaje, en otra muestro el pasaje nuevo, en otra rectifico los errores del pasaje que me acaban de hacer, en la última despacho la maleta. Las horas pasan, conozco personas, no me da tiempo a comer, me arrastro por el aeropuerto, subo al avión de AeroSur, me abrocho el cinturón de seguridad. Por el audio anuncian que las próximas diez horas y cuarenta y cinco minutos las pasaremos volando. Cierro los ojos. Ahora sí que me voy al fin del mundo.

Karla SuarezDía 12, mayo y 2010.

Son las 2.42 de la mañana en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia (8.42 en Madrid, 7.42 en Lisboa, 2.42 en San Juan) y una amable voz nos da la bienvenida al aeropuerto de Santa Cruz que responde al nombre de Viru Viru. Diez horas con cuarenta y cinco minutos no alcanzan para muchas cosas, pero son más que suficientes para hacer amigos, así pues, luego de pasar el control de aeropuerto me instalo a desayunar en la cafetería junto con mis nuevos amigos. Somos algo así como “La Comunidad de la Nube”: varios argentinos, una pareja de paraguayos, un español, dos perros y yo, que para envidia general me voy al fin del mundo. De mis cortas y virulentas vacaciones en Viru Viru me llevo el recuerdo del amanecer boliviano, las fotos que nos hicimos en las afueras del aeropuerto, las historias que nos contamos con la complicidad que permiten los encuentros casuales y la ilusión de volvernos a ver en cuanto las condiciones climatológicas sean desfavorables para viajar. La maravilla no tiene que ser grande, tiene que ser intensa. Y así ha sido Viru Viru: intenso. Tanto que, ya instalados en el otro avión que nos llevará al penúltimo peldaño de mi viaje, nos toca esperar. Una azafata corre por el pasillo. Nosotros esperamos. Dos policías suben al avión. La gente comienza a inquietarse y el tiempo sigue pasando. Finalmente, un pasajero se levanta y aceptando la invitación de los policías, se dirige con ellos afuera del avión. “Está borracho”, anuncia alguien poniéndose de pie. “Pues que lo metan a dormir en primera clase”, dice otro haciendo lo mismo. “Puede ser peligroso”, agrega un tercero que no da la cara. “Insisto con lo de la primera clase”, replica el segundo. A la azafata no le ha gustado tanta participación colectiva, porque se acerca para explicar que sí, el hombre está borracho, por tanto el médico del aeropuerto tiene que verlo, mientras tanto, nosotros tenemos que esperar. Y esperamos. Cuando el borracho regresa, lo único que alcanza a decir varias veces y con marcado acento argentino es: “yo no lo puedo creer”, mientras se pone el abrigo y abre el maletero para sacar su mochila. A su lado los policías esperan pacientemente. Nadie dice nada. El muchacho acaba de tomar sus cosas y es escoltado por los policías de regreso a Viru Viru. “Pues yo lo hubiera mandado a primera clase”, protesta la voz ya conocida apenas las tres figuras desaparecen. “Pero puede ser peligroso”, insiste la voz anónima. La azafata se acerca taconeando, dice que el hombre dormirá la borrachera en tierra, que el capitán del avión es quien toma las decisiones y que, por favor, volvamos a acomodarnos en nuestros asientos. Sonríe, desea a todos un buen viaje y se aleja. Sólo se escuchan sus tacones y el clac de los cinturones de seguridad al cerrarse. Partimos con una hora de retraso, pero finalmente partimos.

A las 15.07 en Buenos Aires, Argentina (14.07 en Santa Cruz, 20.07 en Madrid, 19.07 en Lisboa, 14.07 en San Juan) pongo mis pies en la tierra de Borges. Casi ni me lo creo. Llego al hotel, tengo sueño y hambre, pero no importa, me doy una ducha y salgo a la ciudad. De mi corto, pero intenso paso por Buenos Aires escribiré en otro momento, ahora sólo pienso en el fin del mundo. Mi objetivo es llegar y ya casi estoy ahí.

Día 13, mayo y 2010.

Karla SuarezHe dormido apenas cuatro horas, aunque todo depende del lado del mundo en que te coloques para calcular el tiempo. Todo son puras convenciones. Ahora me tomo un café en el aeroparque de Buenos Aires y en unos minutos tomaré el último avión de esta travesía.

Son las 10.54 en Ushuaia, Tierra del fuego (10.54 en Buenos Aires, 9.54 en Santa Cruz, 15.54 en Madrid, 14.54 en Lisboa, 9.54 en San Juan). Me bajo del avión. Acabo de llegar al fin del mundo.

Y aquí estoy. Detrás de ese cristal veo las montañas con sus sombreritos blancos y el agua fría y mansa del Canal Beagle. Sé que me espera un paseo bajo la lluvia por la ciudad y una visita al Ex Presidio donde escucharé las historias sobre sus huéspedes ilustres y la deconstrucción del mito del pirata en voz de nuestro guía. Sé que a partir de este momento compartiré muchas risas con los nuevos amigos, noches de frenéticas danzas, madrugadas de piscina bajo las estrellas y un paseo por el Canal Beagle donde habitan los lobos marinos y los cormoranes. Me hará gracia pensar que para nosotros la temperatura es fría, sin embargo para los pingüinos ya hay demasiado calor y por eso no están, se fueron en busca de tierras heladas. Esta vez no veré sus trajes elegantes ni su torpe andar, pero pensaré en ellos, mientras contemplaré a los lobos y cormoranes y sé que de algún modo les tendré envidia, unos pueden volar, otros descienden metros bajo el agua sin necesidad de botellas con oxígeno, todos resisten el agua fría y ninguno necesita tomar aviones ni sacar visados para moverse. Sí, definitivamente algo de envidia habrá, aunque sea apenas un poquito. En cuanto a mí, visto que sólo tengo un par de piernas, salgo de esta habitación y me voy a caminar. Del lado de allá está el fin del mundo. O el principio. ¿Quién sabe?